
Muchas empresas caen en la trampa de crecer a cualquier costo, creyendo que más ingresos significan automáticamente más beneficios. Esto puede erosionar la rentabilidad
Las empresas deben evaluar si los clientes están dispuestos a pagar por el valor añadido, mientras que el Estado debe facilitar las condiciones para las pymes
OPINIÓN Juan Carlos CangalloEn España, como en muchas otras economías, la idea de agregar valor a los productos exportables se ha convertido en un debate recurrente en los ámbitos empresarial y político. La premisa es clara: en lugar de vender materias primas, productos poco elaborados, o depender del Turismo, el país podría potenciar su industria y obtener mayores ingresos vendiendo productos terminados. Sin embargo, la realidad es más compleja, ya que agregar valor implica costos adicionales y no siempre el mercado está dispuesto a pagar por ellos. Este debate ha cobrado mayor relevancia tras la pandemia y en un contexto global marcado por políticas proteccionistas, como las impulsadas durante la presidencia de Donald Trump.
Agregar valor no solo implica mejorar el producto final, sino también asumir costos adicionales. Por ejemplo, en el caso del aceite de oliva, exportar aceitunas a granel tiene un menor valor agregado que vender aceite embotellado con certificaciones premium, envases de diseño exclusivo y una marca de denominación de origen. Sin embargo, imponer restricciones para obligar a que solo se exporte aceite embotellado podría no ser beneficioso para la economía si los mercados internacionales no están dispuestos a pagar ese sobreprecio. Los costos asociados al valor agregado incluyen:
Estos costos pueden ser prohibitivos para muchas empresas, especialmente para las pymes, que representan una parte significativa del tejido empresarial español.
El dilema central es si el Estado debe intervenir para fomentar el valor agregado o dejar que el mercado decida de forma natural. Un enfoque regulatorio demasiado restrictivo podría perjudicar la competitividad de España frente a otros países productores, como Italia o Grecia, que podrían seguir exportando productos sin procesar a precios más bajos. Por otro lado, no fomentar el valor agregado mantendría a España en una posición de exportaciones de bajo valor.
Un ejemplo ilustrativo es el sector automovilístico. Aunque España es un líder en la fabricación de vehículos, muchas de las grandes marcas son extranjeras, lo que implica que parte del valor generado sale del país en forma de beneficios corporativos. En este caso, el verdadero beneficio para la economía española se mide en términos de empleo, desarrollo tecnológico y encadenamiento productivo con proveedores locales.
El anteproyecto de ley de gobernanza de la inteligencia artificial en España ofrece un marco normativo que busca equilibrar la innovación con la regulación. Este principio podría aplicarse a otros sectores, como la industria automotriz de coches eléctricos o la exportación de productos agrícolas, que se ha visto sumergida en gestiones administrativas. La clave está en encontrar un "grado óptimo" de valor agregado en cada sector, sin imponer restricciones que terminen perjudicando a la economía.
El debate sobre el valor agregado en las exportaciones españolas no tiene una respuesta única. Lo ideal es encontrar un equilibrio entre la intervención estatal y el libre mercado, teniendo en cuenta las particularidades de cada sector y las demandas del mercado internacional. Las empresas deben evaluar si los clientes están dispuestos a pagar por el valor añadido, mientras que el Estado debe facilitar las condiciones para que las pymes puedan competir en igualdad de condiciones. Solo así España podrá maximizar el potencial de sus exportaciones sin perder competitividad en el escenario global.
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